01 septiembre 2007

La antara

A veces es difícil encontrar historias que contar, pero esta vez, la historia me encontró a mí para ser explicada… Y así lo haré.

Aquella melodía, siempre la misma, procedía de algún lugar no muy lejano. Desde hacía un tiempo atrás se oía todas las noches, sin que nadie pudiera precisar, en qué momento sonara por primera vez.
Cuando la luna se asomaba en lo alto, la serena y dulce musiquita aparecía en los oídos de los aldeanos. Algunos de ellos salían de sus casas para escucharla mejor, y otros, esperaban que empezara a sonar para dormirse con aquella cautivadora melodía.

Asier salió una noche a caminar. Tomó el sendero que lo alejaba de la aldea hasta el bosque y dejándose llevar por aquella agradable música, se detuvo en un claro, donde a menudo acababa al atardecer, leyendo algunos de sus libros.
Desde allí, la melodía sonaba más próxima, como si estuviera muy cerca de él. El muchacho siguió la intensidad de las, ya muy conocidas notas, y se sorprendió al percatarse que aquello parecía surgir de la tierra. Era una idea absurda, pero aún así, alumbrándose del satélite blanco, golpeó con una piedra el suelo, hasta conseguir una hendidura.
Cuanto más excavaba, la música más clara sonaba, lo que hacía que golpeara con más ahínco aún. Después de un rato, extraía la tierra del agujero con las manos, cuando topó con algo que al tacto era suave y vibraba levemente. Se apresuró a sacar el trozo de tela, y una vez lo tuvo en sus manos, desenvolvió lo que había dentro. Nunca había visto aquel instrumento hecho con varias cañas de longitudes distintas y unidas entre si por unas cuerdas finísimas, pero en la escuela le habían hablado de él, aunque tardó unos segundos en recordar su nombre.

La tela también contenía un montoncito de papeles agrietados y doblados por varias mitades, en los que a contra luz se adivinaban letras. Resolvió llevarse el hallazgo a casa para mirarlo con mayor detenimiento.
Sólo de regreso a la aldea, se dio cuenta de que la música había dejado de ser oída, el silencio ocupaba su lugar.

En su habitación sostuvo la antara entres sus dedos. No se le ocurría cómo podía y haber llegado hasta allí, ni cómo podía emitir aquella melodía sin que nadie la tocase, pero las explicaciones a sus preguntas, tal vez las encontrara en los papeles que trajo consigo. Al principio los leyó con curiosidad, luego con creciente interés por conocer las historias manuscritas.
La antara, no sólo había pasado por diversas manos desde hacía mucho tiempo, sino también a través de distintos lugares.
Quien la hiciera sonar, grabaría en el instrumento de caña su propio sentimiento y éste se transformaría en la melodía que sonaría, una vez la antara fuera cubierta de nuevo por la tela oscura.

Asier no era demasiado ducho tocando instrumentos, pero estaba dispuesto a intentarlo esta vez, para que otros como él, tuvieran la fortuna de formar parte de algo que devolvía al presente el pasado.
Empezó a escribir su propia historia, y una vez la releyó varias veces, pensó en el lugar dónde permanecería oculta hasta que alguien la encontrara, determinando que sería cerca del mar.

Con la excusa de visitar a unos familiares suyos, salió de la aldea una mañana muy temprano con una mochila a sus espaldas y varios días de camino por delante. Al llegar al mar, eligió la noche para entonar las notas que fuera capaz de sacarle a la antara, y bajo la luz de la luna, como la vez en que descubrió el trozo de tela, sopló por los orificios, y casi sin quererlo, la melodía surgió sola…

Siempre he pensado que sólo se trataba de una leyenda que mi abuelo me explicaba de pequeña, sobre el suyo, pero ha llegado el momento de que la antara regrese a la tierra que he elegido, y así sean otras personas quienes me tomen el relevo.

2 comentarios:

Uno dijo...

Bonita fábula.
Sólo una detalle, a Luna, es mejor llamarla Luna.

Daniela Haydee dijo...

Había pensado en llamar a la Luna, satén por lo de las noches esas blancas, pero satélite me pareció moderno... En fin, tendré en cuenta lo de "Luna" como denominación de origen. Se agradece la observación.