26 julio 2009

Vida interior

Me levantaba sola por las noches y caminaba por la casa en la oscuridad, con la mirada vacía, en ojos cristalinos. Mis pasos no tenían destino. Sólo caminaba con los ojos abiertos, bien abiertos, apenas sin parpadear.

A esas horas, a veces altas, una o varias misiones me eran encomendadas y a lo Lara Croft (pero en pijama), me enfrentaba al peligro sin temerlo, pues consciente de él no era, hasta que dicha misión (misiones) era cumplida. En el transcurso de la misma, me detenía en el baño (la Croft también lo hacía antes de eliminar a los malos con tres patadas y cinco piruetas en el aire), hacía lo que tenía que hacer para sentirme mejor, y mi particular aventura empezaba.

La exploración de nuevos horizontes era esencial para reconocer el terreno (solo que hacerlo descalza en la calle resultaba altamente perjudicial para mis pies y mi integridad física); buscaba el medio de transporte adecuado (un burro resultaba lo más barato en el comedor de casa), y perseguía mi objetivo (buscar setas debajo de camas ajenas).

De pronto, unas voces empezaban a interrogarme. Les contestaba escuetamente. Dar más información de la necesaria al enemigo, podría conducirme al fracaso. Las voces me hablaban despacio, no tanto como yo les respondía, e intentaban manipular mis acciones. Llevarme a su terreno… Y lo conseguían.

Los que alguna vez hemos sido sonámbulos no caminamos con los ojos cerrados y los brazos extendidos (leyendas creadas). Vemos y oímos, aunque estemos dormidos (inconscientes) y nuestra vida no peligra si nos despiertan, si acaso, peligra la de los demás por habernos despertado.

Vivimos los sueños activamente durante la noche, y durante el día no los perseguimos despiertos, porque nadie mejor que nosotros para saber, que los sueños, cuando se alcanzan, se convierten en pesadillas.

19 julio 2009

Literatura

Inicio la lectura de un nuevo libro.
Siempre sigo el mismo ritual. El día que acabo de leer uno, empiezo el siguiente. Previamente lo he abierto unas cuatro o cinco veces; lo he olido otras tantas (me gusta el olor a imprenta que se desprenden de las páginas) y he leído las dedicatorias (casi siempre dirigidas a personas que ya no están).

Parte Primera: “Canción del pene amputado”.
Es tarde, tengo la vista cansada. No leo bien. Me restriego los ojos para liberarlos de un poco de fatiguita. Resulta graciosa la confusión.

Parte Primera…
Los ojos se me abren como platillos. Ni rastro del cansancio. ¿Pero esto no iba de un religioso asesinado en tiempos inmemoriales? La elección del libro no tuvo nada que ver con mi falta de fe eclesiástica (como tampoco fue determinante en ”Ángeles y Demonios” o “La abadía de los acróbatas”, en la que algunos hombres y mujeres de Dios, emprendían el viaje eterno). La sinopsis me pareció interesante, en la línea de “El nombre de la rosa”, pero sin crearme grandes expectativas al respecto, pues Umberto Eco, es insuperable.

Tras leer el título de la Parte Primera (varias veces), recuerdo “La cuarta mano” (no desvelaré cual es esa otra mano), de John Irving, donde también aparecían miembros amputados, aunque no les dedicaran una canción.

Capítulo I: Canto I.
Hojeo el libro por encima por si hay más cantos o partes del cuerpo perdidas, y asisto al descubrimiento de hasta seis odas más. El mismo tiempo se hubiera empleado en la creación de una opereta al inerte desaparecido, que son más populistas y llegan a todo hijo de vecino, pobre o rico, pero quiso la autora, que los cánticos quedaran en la Iglesia, y de las paredes más allá, sólo rumores infundados de buenos para nada (mi frase favorita de las telenovelas sudamericanas) .

“Amigas mías, os diré qué es lo que hace especial a un hombre. ¡Se trata, ni más ni menos, de ese cuerno con el que proclamamos nuestras pasiones más profanas! ¡De ese rabel que emite tan dulces melodías al contacto con vuestros dedos, bellas damas! Perder este preciado instrumento (más precioso para mí, os lo aseguro, que la viela que canta tan armoniosamente bajo mi arco), perder este tesoro es perder toda hombría.”


Fragmento del segundo párrafo… Ni rastro del sacerdote muerto. Algo dejó de existir, sin duda, algo que no está pegado a su dueño (como el hombre a una nariz pegado, de Quevedo), y entorno a ese algo, gira una historia que apenas comienzo, escrita por una mujer ¿malhumorada? ...

12 julio 2009

Gilbert


La primera vez que oí hablar de Gilbert, fue de pasada. Quien lo mencionó, resultó esclarecedor, pero yo no podía creerlo, porque hay cosas que no pueden ocurrirme a mí (sobre todo si son buenas), por ser yo (insensatilla de mí):

“Entre tú y Gilbert existe una conexión que podemos establecer en una exhaustiva investigación”.

La investigación exhaustiva no llegó hasta tres años más tarde, cuando mentes inquietas trataron de descubrir porque mi piel no era amarilla (será que entre las lenguas que domino, no se encuentra el mandarín), teniendo los índices de bilirrubina rebasando el doble de lo recomendado (a Juan Luis Guerra, le subía y bajaba, dependiendo de si a quien él miraba, no le miraba).

Cuan conejillo de Indias (o de Cuenca, que también los hay), me sentí observada por cuatro ojos doctorados que se susurraban entre sí.

“Es curioso… no presenta un aspecto amarillento (insisto, para eso debería haber nacido en la parte del mundo correspondiente); esos dos faros que alumbran a los barcos el camino de regreso a casa, son tan blancos como la luna lo fue alguna vez (a la naturaleza gracias. Con las córneas canario y el color de mis pupilas, los faros iban a lucir la bandera brasileña a la inversa, y hasta donde mi entendimiento rinde, que es bien poco para la actividad que puede llegar a alcanzar si el tiempo me lo permite, no se me da bien la samba); su rostro es rosado como el de una manzana (sí, la que envenenó a Blancanieves… Deteniendo el pensamiento, mejor que acabando comiendo perdices con un príncipe soso, quietecita hubiera ofrecido un buen servicio social a los enanitos en sus pequeñas fantasías); y sus manos no tiene el color de los pollos… (se admite el cambio de género al gusto del consumidor).

Esta semana he sabido que Gilbert lleva conmigo cuatro años (como en aquel tiempo insinuó a quien no hice mucho caso, pues Gilbert me sonaba a película de Dicaprio (mi adorado Leo, a pesar de la fuerza de la gravedad, ¿“A quién ama Gilbert Grape?”), y estaremos juntos siempre. Nunca volveré a estar sola. Somos inseparables.

Gilbert es un síndrome sin importancia, de carácter crónico, que produce fatiga (atroz agotamiento); se detecta entre los 20 y 30 años (que nadie haga cábalas sobre mi edad porque la cambio cada año) y es muy común entre personas judias y extremeñas en un 5% o 10%... Siendo catalana, es como si me hubiera tocado la lotería sin haber vivido en Sort… Es hereditario (ahí la explicación).

Desde que tiene nombre, le he tomado cierto cariño (aunque sea prematuro) y me estoy acostumbrando a él paulatinamente, pese a que cuando se hace notar, acaba con todas mis reservas vitamínicas, y el suelo me parezca un buen elemento por el que arrastrarme. Pero incluso en esos momentos, me siento un ratito con él, y cuando se desvanece su ira, soy yo quien domina a mi querido Gilbert.

05 julio 2009

Humor


No me gustan los chistes. No me hacen gracia, será porque no tengo el sentido del humor desarrollado, y ni siquiera encuentro graciosos los gags o sketchs de los dúos humorísticos que programan en la tele, en las vísperas de los fines de semana, para que la gente se ría o en casos excepcionales como el mío, cambien de canal.

Si me ciño a la traducción literal de los términos importados, tan modernitos nosotros, que hablamos el castellano más sofisticado de los últimos tiempos, y así es habitual oírnos decir kleenex; atrezzo; sitcom; toilet; rec; reset; on; off; outlet… e incluso importamos celebraciones (que ni nos van ni nos vienen), Halloween, y personajes, Santa Klaus… Decía, antes de volverme ácida, que mi poca gracia, no resulta tan extraña, si me ajusto a la traducción de las palabras con las que denominamos esas escenas graciosillas (para el que se ría), mordaza y bosquejo. Si un gag no me divierte, una mordaza tapa mi boca y si un sketch, me causa el mismo efecto, un bosquejo de algo que promete, pero que no llega a culminar se está produciendo.
Siendo norteña, prefiero el sarcasmo; la ironía (las malas ideas también) y el humor inteligente (o inteligible), a la risa fácil y previsible, pese a que me tachen de seria, que un rato largo lo soy.

Esto, sólo era el preámbulo a Les Luthiers y su característico buen humor, de ese que me puede arranar sonrisas e incluso carcajadas.