A quienes echaban de menos que no hubiera escrito sobre semáforos aún, que se regocijen en su satisfacción, están de suerte; y los que agradecían que no los hubiera mencionado y se congratulaban pensando que a falta de dos meses para acabar el año, se iban a librar de leer sobre ellos, que busquen en su interior la compresión que les adivino y sean condescendientes conmigo ¡pero esto tengo que contarlo!
Camino por la calle sin fijarme en nada y en nadie, distraída con mis pensamientos, que son un apéndice más de mi cuerpo, es por esto que miro pero no veo, cosas o personas.
El martes pasado “veo” el semáforo, habitualmente solo soy consciente del cambio de color, pero menos abstraída que otras veces, me fijo (hartamente sorprendida) de que al monigotito verde (acceso a peatones) a los dos lados de las piernas y partiendo de la cintura, se le iluminan dos triángulos leds que forman una falda, intermitentemente… ¡Mis plegarias han sido escuchadas! Por fin un semáforo animado que no es sexista y que nos da a la mujeres, el lugar que merecemos en la acera.
Durante el resto de la semana, con intención, he prestado atención a los semáforos con los que me he cruzado, y debo decir que ninguno de ellos me ha causado tanta satisfacción como el que aparece en la foto, tomada esta mañana a las nueve (ayer las diez) con unos aires ahuracanados que no dejaban un cabello quieto, pero el progreso igualitario merecía mi esfuerzo.
Nota: no he utilizado zoom. Los interesados en ver la faldita, que cliquen sobre la imagen y podrán verla en toda su esplendor.
31 octubre 2010
24 octubre 2010
La vida se compone de pequeñas y grandes historias, tan breves como largas, que empiezan y algunas, hasta acaban.
Historias nuestras o de otros, de las que somos protagonistas o secundarios, pero cuyo desarrollo sin nuestra intervención no sería la misma. Aportamos lo que les falta, para suavizarlas o encrudecerlas.
He recordado, al hilo de lo que contaré más adelante, algunas de esas historias olvidadas, en las que no sé qué ocurrió, solo tengo la certeza de que las viví, y haberlas olvidado, es como haber hecho desaparecer una parte de mí, que ignoro si me gustaría reencontrar.
La memoria selectiva elige los recuerdos que no nos hacen daño y borra los que hieren, pero hay circunstancias adversas que marcan y se alojan en nosotros como una carga, unas veces más pesadas que otras, y esa veces tan pesadas, la historia se reproduce en la memoria, haciéndonos sentir (incluso padecer), lo mismo que cuando ocurrió en una realidad tangible.
Si esos recuerdos permanecen es para que cambiemos parte de la historia. No podemos actuar sobre lo sucedido, pero si sobre sus consecuencias, y ahí empieza otra historia.
Lo que creemos olvidado, se oculta en alguna parte, morando hasta que lo recuperemos... Hace unos días recuperé uno de esos recuerdos, una de esas historias: una decena de niños de entre ocho y diez años, entraron en la oficina con una hucha de hojalata y pidiendo un donativo para la iglesia... sí, para la iglesia, no hay bastante con pasar el cepillo, ni con las participaciones de lotería que ya se han empezado a vender, ni con la asignación tributaria de quienes marcan su casilla en la Declaración de la Renta…, hay que inculcar el sentimiento solidario a los niños y movilizarlos... La causa no solo no me motiva nada, sino que además me exaspera, y mucho que ver tiene mi ateísmo confeso (se acabó lo del agnosticismo, soy atea).
Como trabajadora previsora, no suelo llevar dinero encima habitualmente: no tomo café, no como en horas de oficina, y no compro agua (las botellas las relleno en casa, que cincuenta céntimos al día son trece euros al mes, y con esa cantidad pago la factura de la luz bimestral), por lo que cuando argumento mi falta de colaboración alegando que “no tengo dinero”, no miento (de ahí lo de previsora) a la causa solidaria que se me planta delante.
Cuando era niña, un poco mayor que los pequeños beatos de la iglesia, para costearnos el viaje de fin de curso de octavo, (estudié la E.G.B., la E.S.O, me parece una formación despectiva) durante las Navidades de ese año vendimos lotería.
A algunas puertas tuve que llamar para que me compraran un boletito (con lo vergonzosa que he sido siempre y lo poco que me gusta pedirle a nadie nada), mostrando inocencia en mi carita y con una vocecita que no me salía del cuerpo, y cuando recibía una negativa por respuesta (los atrevidos que nos abrían las puertas. Padres y madres del barrio con hijos en la misma situación que la mía), la decepción llegaba. Ese es mi recuerdo, la desazón que se siente cuando “fracasas” en una empresa emprendida, independientemente de cuál sea el fin.
Hasta pena me dieron esas criaturitas movidas a hacer el bien ajeno, cuando salían de la oficina arrastrando los pies y con la mirada clavada en el suelo y eso que no les he contado “la verdad” acerca de la iglesia, de eso ya se encargará la vida, pero aunque no lo sepan (como yo tampoco lo supe en su momento), les he entregado algo mucho mejor que dinero: una historia y un recuerdo. Que utilidad les den tendrá que ver con lo que son hoy y lo que serán mañana.
Historias nuestras o de otros, de las que somos protagonistas o secundarios, pero cuyo desarrollo sin nuestra intervención no sería la misma. Aportamos lo que les falta, para suavizarlas o encrudecerlas.
He recordado, al hilo de lo que contaré más adelante, algunas de esas historias olvidadas, en las que no sé qué ocurrió, solo tengo la certeza de que las viví, y haberlas olvidado, es como haber hecho desaparecer una parte de mí, que ignoro si me gustaría reencontrar.
La memoria selectiva elige los recuerdos que no nos hacen daño y borra los que hieren, pero hay circunstancias adversas que marcan y se alojan en nosotros como una carga, unas veces más pesadas que otras, y esa veces tan pesadas, la historia se reproduce en la memoria, haciéndonos sentir (incluso padecer), lo mismo que cuando ocurrió en una realidad tangible.
Si esos recuerdos permanecen es para que cambiemos parte de la historia. No podemos actuar sobre lo sucedido, pero si sobre sus consecuencias, y ahí empieza otra historia.
Lo que creemos olvidado, se oculta en alguna parte, morando hasta que lo recuperemos... Hace unos días recuperé uno de esos recuerdos, una de esas historias: una decena de niños de entre ocho y diez años, entraron en la oficina con una hucha de hojalata y pidiendo un donativo para la iglesia... sí, para la iglesia, no hay bastante con pasar el cepillo, ni con las participaciones de lotería que ya se han empezado a vender, ni con la asignación tributaria de quienes marcan su casilla en la Declaración de la Renta…, hay que inculcar el sentimiento solidario a los niños y movilizarlos... La causa no solo no me motiva nada, sino que además me exaspera, y mucho que ver tiene mi ateísmo confeso (se acabó lo del agnosticismo, soy atea).
Como trabajadora previsora, no suelo llevar dinero encima habitualmente: no tomo café, no como en horas de oficina, y no compro agua (las botellas las relleno en casa, que cincuenta céntimos al día son trece euros al mes, y con esa cantidad pago la factura de la luz bimestral), por lo que cuando argumento mi falta de colaboración alegando que “no tengo dinero”, no miento (de ahí lo de previsora) a la causa solidaria que se me planta delante.
Cuando era niña, un poco mayor que los pequeños beatos de la iglesia, para costearnos el viaje de fin de curso de octavo, (estudié la E.G.B., la E.S.O, me parece una formación despectiva) durante las Navidades de ese año vendimos lotería.
A algunas puertas tuve que llamar para que me compraran un boletito (con lo vergonzosa que he sido siempre y lo poco que me gusta pedirle a nadie nada), mostrando inocencia en mi carita y con una vocecita que no me salía del cuerpo, y cuando recibía una negativa por respuesta (los atrevidos que nos abrían las puertas. Padres y madres del barrio con hijos en la misma situación que la mía), la decepción llegaba. Ese es mi recuerdo, la desazón que se siente cuando “fracasas” en una empresa emprendida, independientemente de cuál sea el fin.
Hasta pena me dieron esas criaturitas movidas a hacer el bien ajeno, cuando salían de la oficina arrastrando los pies y con la mirada clavada en el suelo y eso que no les he contado “la verdad” acerca de la iglesia, de eso ya se encargará la vida, pero aunque no lo sepan (como yo tampoco lo supe en su momento), les he entregado algo mucho mejor que dinero: una historia y un recuerdo. Que utilidad les den tendrá que ver con lo que son hoy y lo que serán mañana.
17 octubre 2010
Zizania Palustris
Algunas noches ceno con Arguiñano, las mimas que llego pronto a casa (“llegar pronto a casa” equivale a salir del trabajo a la hora en que termina la jornada laboral).
Cuando coincidimos en el mismo espacio, ya hace diez minutos que ha empezado a cocinar y aquí es donde entra en juego el factor sorpresa: hasta que no termina el plato, no sé lo que está preparando, aunque por los ingredientes empleados me puedo hacer una idea, no acierto con el nombre completo, soy más sencilla y practica, para mí las “finas hierbas” son brotes verdes de alguna verdura.
Mis cenas suelen ser muy ligeras. En casa hemos establecido no ensuciar la cocina por las noches (para hacer de cocinillas, mejor la luz del día y tiempo por delante) por lo que el mircroondas y el pan con cualquier cosa, son muy socorridos.
Me siento delante de la televisión y me entretengo con las comidas que en la vida comería. Para ingerir alimentos soy muy mía, no como nada que habite en el campo (con patas o alas) o cuyo hábitat fuera ese en condiciones normales (sin secuestro y posterior animalsidio), me da una penita profanar a un antiguo ser vivo tremenda y repelús no digamos. Con los habitantes del mar es distinto, nunca me he encontrado a ninguno de ellos nadando, por lo que asumo que no los capturan para que pasen unas horas en mi estómago antes de volver al mar, y que los fabrican en exclusividad para mí. Esa es la verdad que quiero creer y así redimirme de mi crueldad manifiesta.
Hace un par de semanas, cenando estaba cuando Arguiñano coge un puñado de arroz salvaje (gramínia acuática) y lo echa en una sartén con aceite caliente, y al entrar en contacto ambos elementos, los filamentos negros se abren al instante metamorfoseándose en gusanos blancos. A un paso de arácnido estoy de expulsar el queso blanco con miel que tomaba, ante semejante imagen vomitiva (ya he reconocido que soy muy mía para las comidas).
Hay alimentos que visualmente son poco agradecidos (los mejillones se encuentra entre ellos, adefesio monumental bajo mi óptica, claro), más allá del gusto que tengan o que proporcionen a los platos. Si no me enseñan cómo se cocina el arroz salvaje, quizás, camuflado (en una napolitana de chocolate) lo probaría, pero más que a cocinar (no tengo ni idea. Solo sé freír, cocer y utilizar la plancha o el grill, que ya es mucho), lo que estoy aprendiendo con Arguiñano, es a distinguir los alimentos después de ser cocinados y aumentar mi lista de “ingredientes non gratos” de mi vida.
10 octubre 2010
De un granito de arena, una montaña
Rubia de barrio sale con mozalbete amante de protuberancias sobre cabezas ajenas (de animales bravos y figuradas), procedente de dinastía falconcrestesca cañí.
Viven su particular historia de amor (como los son todas), perpetuándose en el fruto de su efusiva afectividad, a la que no le gusta nada comer pollo frito en verano.
El final de sus días chistosos termina y la rubia y el mozalbete se desunen.
Él se casa con una descendiente de Elorriaga y ella pasa por brazos distintos (como él, pero no confesados) hasta encontrar los que quiere que la abracen todos los días un ratito.
Se convierte en una Barbie televisiva de la información (especializándose en la retrasmisión de su vida minuto a minuto… segundo a segundo), a la que la gente adora (solo unos cuantos, no todos), porque ven en su sencillez barriobajera desproporcionada, a la próxima gobernante de sus existencias desde la Moncloa.
Barbie retocada por los disgustos se entera, al mismo tiempo que todos los demás, de que el hombre de su vida (dícese de su marido) ha intimado con otra mujer (que no tiene tapujos en contarlo en programa orgánico), en una de sus múltiples separaciones y no le perdona lo que considera una alta traición, presumiendo de ser muy tradicional, aun habiendo empezado la casa por el tejado con el mozalbete en el pasado.
El dado a dormirse estando despierto (lo extraño sería lo contrario), después de haberse fugado al norte y de haber entonado con mano en pecho el “orina culpa”, reaparece en el trabajo de su ex esposa en potencia, y en nuestras casas (no en todas, solo en las que hacen zapping y se encuentran por casualidad con el drama griego), explicando lo ocurrido, muy arrepentido, y demostrando a Barbie accesorios que la ama hasta la estupidez, rechazando una cuantiosa cantidad de euros, ofrecida por los rivales de su esposa-por-poco-tiempo, para contar su imperdonable aventura.
Los compañeros de trabajo de la oxigenada se echan las manos a la cabeza: “eso si es amor y lo demás pantomima”, tras haberle puesto a caer de cinco burros y un dromedario durante toda la semana por comportarse como un ser humano normal y corriente, que desecho por ruptura conyugal (firmada y refirmada), busca el calor y el afecto de quien quiera proporcionárselo gratuitamente.
El mileurista de la rubia, pide perdón reconociendo haberlo “defecado” y sintiéndose culpable hasta los más hondo de su ser (no entro en profundidades humanas para que cada cual interprete lo “más hondo” del cuerpo según su criterio, pero en oscuridades redondas y ojivales no movemos). Mientras yo, atónita por lo absurdo, no entiendo nada de nada.
Cuando las relaciones terminan, acaban también todos los vínculos y las normas establecidas en la pareja, y cada cual puede hacer lo que le apetezca sin remordimiento de conciencia, por no se encontrarse ligado a nadie.
Considerar “infidelidad” a continuar viviendo del modo que se quiere, es exagerar la realidad al infinito y disculparse por seguir adelante “solo” es como disculparse por no haberse suicidado aún.
No hay para tanto.
Viven su particular historia de amor (como los son todas), perpetuándose en el fruto de su efusiva afectividad, a la que no le gusta nada comer pollo frito en verano.
El final de sus días chistosos termina y la rubia y el mozalbete se desunen.
Él se casa con una descendiente de Elorriaga y ella pasa por brazos distintos (como él, pero no confesados) hasta encontrar los que quiere que la abracen todos los días un ratito.
Se convierte en una Barbie televisiva de la información (especializándose en la retrasmisión de su vida minuto a minuto… segundo a segundo), a la que la gente adora (solo unos cuantos, no todos), porque ven en su sencillez barriobajera desproporcionada, a la próxima gobernante de sus existencias desde la Moncloa.
Barbie retocada por los disgustos se entera, al mismo tiempo que todos los demás, de que el hombre de su vida (dícese de su marido) ha intimado con otra mujer (que no tiene tapujos en contarlo en programa orgánico), en una de sus múltiples separaciones y no le perdona lo que considera una alta traición, presumiendo de ser muy tradicional, aun habiendo empezado la casa por el tejado con el mozalbete en el pasado.
El dado a dormirse estando despierto (lo extraño sería lo contrario), después de haberse fugado al norte y de haber entonado con mano en pecho el “orina culpa”, reaparece en el trabajo de su ex esposa en potencia, y en nuestras casas (no en todas, solo en las que hacen zapping y se encuentran por casualidad con el drama griego), explicando lo ocurrido, muy arrepentido, y demostrando a Barbie accesorios que la ama hasta la estupidez, rechazando una cuantiosa cantidad de euros, ofrecida por los rivales de su esposa-por-poco-tiempo, para contar su imperdonable aventura.
Los compañeros de trabajo de la oxigenada se echan las manos a la cabeza: “eso si es amor y lo demás pantomima”, tras haberle puesto a caer de cinco burros y un dromedario durante toda la semana por comportarse como un ser humano normal y corriente, que desecho por ruptura conyugal (firmada y refirmada), busca el calor y el afecto de quien quiera proporcionárselo gratuitamente.
El mileurista de la rubia, pide perdón reconociendo haberlo “defecado” y sintiéndose culpable hasta los más hondo de su ser (no entro en profundidades humanas para que cada cual interprete lo “más hondo” del cuerpo según su criterio, pero en oscuridades redondas y ojivales no movemos). Mientras yo, atónita por lo absurdo, no entiendo nada de nada.
Cuando las relaciones terminan, acaban también todos los vínculos y las normas establecidas en la pareja, y cada cual puede hacer lo que le apetezca sin remordimiento de conciencia, por no se encontrarse ligado a nadie.
Considerar “infidelidad” a continuar viviendo del modo que se quiere, es exagerar la realidad al infinito y disculparse por seguir adelante “solo” es como disculparse por no haberse suicidado aún.
No hay para tanto.
03 octubre 2010
Estrés
Dos años acordándose de mí cada tres meses, llamándome por teléfono e iniciando conversaciones cordiales para después derivarse al tema central, objeto de tanto recuerdo, hasta que dije sí, quiero.
No fue inmediato, fue después de cinco minutos de conversación, me convenció incentivada por el cansancio de coger el teléfono y oír esa voz otra vez; las ganas de acabar definitivamente con tanta llamada de repertorio idéntico y por mi sensibilidad comercial (que por dedicarme a lo que me dedico, suele estar a flor de piel todo el día). Insistía conmigo porque estaba haciendo su trabajo como yo desarrollo el mío, cuando me corresponde, y tengo que hacer uso de mi destreza persuasoria, para llevar a mi interlocutor al terreno que quiero y conseguir que permanezca en él hasta que oiga todo lo que tengo que decirle, ayudándole a tomar la decisión que beneficiará mi realización personal (todos perseguimos nuestras metas).
Sería su voz, sería el momento o las circunstancias (desde hace varios meses, no las más adecuadas para preservar el corazón de malos sustos y el estómago de malas digestiones), pero accedí sin saber muy bien dónde me metía, pero sin embargo queriéndome meter en ello.
Estrés, así se llama el curso a distancia que he iniciado hace un par de días. Me mandaron todo el material a casa: tres libros, ejercicios; una libreta y boligráfo.
Hasta hace tres semanas, siempre aludía a la falta de tiempo (es cierto que no me sobra, desde que me divido en dos en el trabajo para aumentar mi efectividad y rendimiento… y porque no queda más remedio) para justificar que no iba a hacer el curso (no me interesaba nada), pero en esos cinco minutos en que dejé hacer al comercial su trabajo, analicé los últimos meses: soñar más de cuatro veces a la semana con el trabajo, no es bueno, algo está ocurriendo, y está perturbando y trastornando mi existencia. Y tomé la decisión para alegría del que hablaba al otro lado del hilo telefónico convencida de ello: ese curso es para mí.
Lo es. El estrés no tiene porque ser malo, solo es un mecanismo de supervivencia que mal controlado puede derivar en distrés (el que todos conocemos, querer y no poder por tener la mente colmada de actividad consecutiva) y bien enfocado en eutrés (mi meta).
La transpiración, las taquicardias, la palidez del rostro, son las señales que indican que el mecanismo se ha activado, tras reconocer el peligro (el peligro para los hombres de las antigüidades eran las fieras, nuestro peligro es la incapacidad de resolver los problemas de cualquier índole al instante).
No fue inmediato, fue después de cinco minutos de conversación, me convenció incentivada por el cansancio de coger el teléfono y oír esa voz otra vez; las ganas de acabar definitivamente con tanta llamada de repertorio idéntico y por mi sensibilidad comercial (que por dedicarme a lo que me dedico, suele estar a flor de piel todo el día). Insistía conmigo porque estaba haciendo su trabajo como yo desarrollo el mío, cuando me corresponde, y tengo que hacer uso de mi destreza persuasoria, para llevar a mi interlocutor al terreno que quiero y conseguir que permanezca en él hasta que oiga todo lo que tengo que decirle, ayudándole a tomar la decisión que beneficiará mi realización personal (todos perseguimos nuestras metas).
Sería su voz, sería el momento o las circunstancias (desde hace varios meses, no las más adecuadas para preservar el corazón de malos sustos y el estómago de malas digestiones), pero accedí sin saber muy bien dónde me metía, pero sin embargo queriéndome meter en ello.
Estrés, así se llama el curso a distancia que he iniciado hace un par de días. Me mandaron todo el material a casa: tres libros, ejercicios; una libreta y boligráfo.
Hasta hace tres semanas, siempre aludía a la falta de tiempo (es cierto que no me sobra, desde que me divido en dos en el trabajo para aumentar mi efectividad y rendimiento… y porque no queda más remedio) para justificar que no iba a hacer el curso (no me interesaba nada), pero en esos cinco minutos en que dejé hacer al comercial su trabajo, analicé los últimos meses: soñar más de cuatro veces a la semana con el trabajo, no es bueno, algo está ocurriendo, y está perturbando y trastornando mi existencia. Y tomé la decisión para alegría del que hablaba al otro lado del hilo telefónico convencida de ello: ese curso es para mí.
Lo es. El estrés no tiene porque ser malo, solo es un mecanismo de supervivencia que mal controlado puede derivar en distrés (el que todos conocemos, querer y no poder por tener la mente colmada de actividad consecutiva) y bien enfocado en eutrés (mi meta).
La transpiración, las taquicardias, la palidez del rostro, son las señales que indican que el mecanismo se ha activado, tras reconocer el peligro (el peligro para los hombres de las antigüidades eran las fieras, nuestro peligro es la incapacidad de resolver los problemas de cualquier índole al instante).
Qué hacer con esas señales para que no se vuelvan contra nosotros y como sacarle partido a que los sentidos se agudicen cuando aparece el estrés depende de nosotros… como la mayoría de cosas que no ocurren. Lección primera aprendida.
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