
No sé lo que me entró en el cuerpo, por lo pronto, un calor ascendente que culminó en mi rostro, retratándose en las mejillas.
Precisar que me puse colorada, definiría sutilmente el rojo pimiento adoptado en pocos segundos, los que tardé en enamorarme locamente de él.
He borrado los recuerdos irrelevantes de aquel encuentro, nada era ni tan ni más importante que él. Solo puedo afirmar que fue mirarnos y toda yo me encendí. No exagero un ápice si confieso que hasta lugares estratégicos, comprendí con la práctica después, empezaron a palpitarme.
Me enamoré, me enamoré y me enamoré. Fue al instante, sin elección, y a él le gustó tanto mi evidencia, que se sirvió de ella para substraerme el jugo, y bebérselo hasta la última gota.
Las locuras que hacemos abanderadas por el amor, se reconocen como tales cuando el amor ya no existe, entretanto son muestras de “cuanto te quiero”, y le quise tanto, pero tanto, tanto, que me dejó seca.
Cuando acabó conmigo continuaba siendo un memo, ni siquiera nuestro romance planeado, le procuró un poco de desparpajo intelectual, acostumbrado a solucionarlo todo con su encanto. Ese año me eligió a mí y gracias a su acierto, aprobó la secundaria y ahora es ingeniero, igual que yo, aunque sé, que para asegurarse resultados en la facultad y no depender exclusivamente de mis excelentes conexiones neuronales, ocupó camas ajenas a las que improvisábamos, cuando estábamos solos.
Me arrastró a una relación inexistente, a una profesión que cada día me gusta más, y me dejó sin salvavidas ni analgésicos para el dolor.
El que alterna el blanco y el rojo es él ahora.
Se encontró conmigo sabiendo que lugar iba a ocupar en su vida y trató de ponerme de su parte, utilizando las mismas armas seductoras del ayer, pero ya no me caigo de guindos. Aprendí a sujetarme a las ramas la primera vez, aunque no fuera exactamente lo que hiciera.
Soy su jefa, es mi subordinado y creo con la honradez que cabe en mi cuerpo, que “todo” mereció la pena, por verle a mis pies.