Castilla, Siglo XV.
Enrique IV de Castilla se casa en segundas nupcias con Juana de Portugal, hermana del rey Alfonso V, habiéndose declarado nulo su primer matrimonio con su prima Blanca de Navarra, después de tres años sin descendencia. Para finiquitar dicha unión y con los ojos puestos en la prima lusa, Enrique alegó no haber consumado el matrimonio, debido a que un encantamiento del que era víctima le producía impotencia y era del todo imposible concebir heredero con Blanca.
Transcurrieron siete años antes de que Juana de
Portugal quedara encinta. Los rumores de la época tildaban a Enrique de impotente,
como luego sería denominado y pasaría a la historia y le acusaban de dejadez
conyugal, ya que sus preferencias íntimas distaban mucho de la fisonomía de una
mujer.
Juana quería un sucesor para la corona de la que
era regente y puso todo de su parte para engendrar una vida, incluso, instigada
por su marido habría tenido amantes, pero una de las fábulas que corren acerca
de la concepción de su hija Juana, y que sería sin lugar a dudas un avance para
la época, fue la supuesta inseminación artificial a la que fue sometida,
ayudándose su médico de una cánula de oro.
Esta práctica habría coincido con el acercamiento
de la reina a Beltrán de la Cueva, privado del rey y su favorito (teniendo en
cuenta cuales podrían haber sido los gustos de Enrique, Beltrán estaría
autorizado a visitar su alcoba con frecuencia).
Nacida Juana, parte de la nobleza que se oponía a
Enrique IV, creyendo incapaz al rey de tal hazaña, por las habladurías que
ellos mismos se habían encargado de difundir, y dando por hecho que la pequeña
solo podía ser hija de su fiel amigo Beltrán, le presionaron hasta tal extremo,
que Enrique IV se comprometió a que su hermana Isabel I heredera la corona, después
de que el infante Alfonso, hermano menor de ambos, el primero en la línea
sucesora, muriera comiéndose unas sardinas. A cambio de asignarle oficialmente
la corona, Isabel I adquiriría el compromiso de dejar que su hermano eligiera a
su futuro marido. Todo ello quedó reflejado en el Tratado de los Toros de
Guisado que ambos firmaron voluntariosos.
Isabel I, la Católica (incasable se pasaba las horas
rezando en su capilla privada) casó con Fernando de Aragón, al que amó y le
convino para extender su poderío allende de sus territorios.
Enrique IV, consideró
que su hermana Isabel I, había incumplido el acuerdo firmado y liberándose de
presiones ajenas decidió nombrar a su hija Juana, a la que sus detractores
apodaban “la Beltraneja”, heredera de la corona, además de reconocerla públicamente
como su hija legítima para regocijo de la madre de la criatura, que padeció lo
indecible con el futuro incierto del único motivo de su existencia.
Esto daría lugar
a la Guerra de sucesión, en la que Isabel I, la Católica y Fernando de Aragón
contarían con más apoyos, destronando a Juana, la reina que nunca lo fue, pero
que siempre se lo consideró y así lo hizo constar en las cartas que escribía,
firmando como “Juana, la reina”.
1 comentario:
Complicado lo de tener hijos cuando la pareja no atrae, complicado lo de reinar cuando no se cuenta con los suficientes apoyos... y sobre todo, complicado ha de ser morirse comiendose un plato de sardinas.
Esa familia real estaba llenita de artistas.
Saludos desde la capital de tu pueblo
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