El poco interés que muestro por algunas celebraciones (entre otras cosas), ha hecho que no sepa de donde proceden (aunque me lo pueda imaginar, pues casi todo tiene origen en el cristianismo… casi todo lo que tengo en mente), como es el caso del carnaval.
Probablemente me lo explicaron alguna vez (años ha…), pero como no suelo prestar atención a lo que me aburre, lo único que sé es que en el colegio, durante una semana (a finales de febrero) nos hacían cada día dar la nota de una forma distinta, ya fuera con calcetines de diferentes colores; con un bigote pintado en la cara; con sombrero vaquero; o con un pañuelo de un determinado color al cuello, complementos, que a quienes éramos tímidos y teníamos el sentido del ridículo muy desarrollado, nos apabullaba… La finalidad era hacer que la semana transcurriera distendida y menos sosa de lo acostumbrado, con las pintas que llevábamos y contagiarnos de un espíritu que a veces no existía en nosotros, hasta la culminación en una fiesta al aire libre, en que podíamos elegir el disfraz que quisiéramos.
Reconozco que el día de la fiesta al aire libre con orquesta infantil (y canciones – juegos de lo más ridículos, hasta para mí siendo niña) no me disgustaba, aunque como todas la fiestas me aburría solemnemente al cabo de dos minutos, pero lo que me gustaba era la idea de ser “otra persona”, durante tres horas.
En años consecutivos he sido bailarina (con un tutú que me daba un aspecto de repollo); china o japonesa (tengo una edad para diferenciar los trajes propios de cada país, pero tampoco me interesa, el caso es que por mis ojos rasgados, podía pasar por lo uno o por lo otro); reinita (sí, como casi todas las niñas, yo también quise serlo); reinita otra vez (los disfraces eran caros, y cuando no te los prestaban, se repetían. Fui con el mismo vestido dos años seguidos, solo que el segundo año era una reinita atípica, porque el vestido me llegaba por los tobillos (mala cosa eso de crecer) y se me veían las “bambas”); sevillana (así se llamaba en mi época al vestidito de lunares, complementado con pulseras de plástico y un clavel en la cabeza).
Recuerdo especialmente la vez que fui vestida de catalana, con el traje típico de mi tierra, y el pelo recogido en una redecilla. Esa vez fui de mi misma pero en bonito, y no pasé frío con las enaguas, faldones, chaleco y chal por encima de los hombros. Además como llevaba las “espardenyes” de esparto, con calcetines de lana, no se me enfriaron los pies como en otras ocasiones.
Es carnaval en algunas partes, del latín “carnelevare”, abandonar o quitar la carne, o lo que viene a ser lo mismo pero actualizado a nuestros tiempos, no probar la carne durante la Cuaresma (también debería conocer el origen, pero aún no me interesa, lo dejo para otro momento). Para mí no es ningún suplicio la “no ingesta” de carne, no la como nunca.
Celebración pagana (¿cómo no?), con un alto grado de permisividad, en la que el disfrute se puede llevar al límite que un quiera así como los excesos. Es decir, el carnaval es un fin de semana cualquiera pero disfrazado de lo que no se es o de lo que se es pero no se dice… A saber.