Entró con sigilo, cuan fantasma sin cadenas estorbadoras del silencio, ni penitencia arrastrada.
Al oírle me giré sobre la silla en perpendicular en su dirección y le descubrí de pie delante de la mesa.
¡¡Daniel!! Le invité a que tomara asiento y le ofrecí mi ayuda después de escucharle, confeccionando mentalmente su perfil a través de las respuestas que iba dando a mis preguntas -introducidas éstas con suma discreción-, más que por motivos laborales, por motivos exclusivamente disipadores de una curiosidad inquieta, con la sensación de que ya sabía demasiado acerca de su vida y tenía información privilegiada sobre su futuro que no le desvelaría.
Era tal y como lo había pensado cuando leía sobre él. Cuarentón, de constitución fuerte (corpulento al estilo de uno de los monjes aceitunado de “El nombre de la Rosa”); no más alto de 1.70 metros (tomándome a mi misma como referencia); manos llenas de dedos regordetes; barriga pronunciada (a lo cervecera); pelo retraído en algunas partes de la cabeza y el más osado rizado; gafas de pasta negras y semblante serio -cara de tener más enemigos que amigos-, distando solamente de la imagen formada en mi cabeza, en que el clon de ojos pequeños que mi miraba, llevaba dos botones desabrochados de la camisa, dejando entrever varias cadenas de distintos metales y grosor apreciable, alrededor del cuello, con medallitas y crucifijos pendidos.
En la conversación, mientras reproducía sin querer algunas escenas del libro del que se había escapado (aquellas en las que la imaginación se había recreado especialmente), supe que era empresario, nada que ver con el doctor Daniel Ortiz, que de emprendedor tenía poco; y que aunque probablemente no en Second life (vida virtual que aparece en el libro “Instrucciones para salvar el mundo” de Rosa Montero), pero sin duda sí en un chat, había conocido a su novia, razón por la que quería arrendar un piso: “para ver qué pasa”.
Daniel se conformó con efectuar algunas llamadas al avatar que despertó su interés y lo que sucedió después, no se cuenta, se lee.
En resumidas cuentas, aquello que imaginamos –ya sea siguiendo las pautas de un escritor o por voluntad propia-cualquier día, el menos pensando, puede tropezarse con nosotros, haciéndonos tomar noción de que lo que crea nuestra mente, puede que no esté tan lejos de la realidad que conocemos.
Al oírle me giré sobre la silla en perpendicular en su dirección y le descubrí de pie delante de la mesa.
¡¡Daniel!! Le invité a que tomara asiento y le ofrecí mi ayuda después de escucharle, confeccionando mentalmente su perfil a través de las respuestas que iba dando a mis preguntas -introducidas éstas con suma discreción-, más que por motivos laborales, por motivos exclusivamente disipadores de una curiosidad inquieta, con la sensación de que ya sabía demasiado acerca de su vida y tenía información privilegiada sobre su futuro que no le desvelaría.
Era tal y como lo había pensado cuando leía sobre él. Cuarentón, de constitución fuerte (corpulento al estilo de uno de los monjes aceitunado de “El nombre de la Rosa”); no más alto de 1.70 metros (tomándome a mi misma como referencia); manos llenas de dedos regordetes; barriga pronunciada (a lo cervecera); pelo retraído en algunas partes de la cabeza y el más osado rizado; gafas de pasta negras y semblante serio -cara de tener más enemigos que amigos-, distando solamente de la imagen formada en mi cabeza, en que el clon de ojos pequeños que mi miraba, llevaba dos botones desabrochados de la camisa, dejando entrever varias cadenas de distintos metales y grosor apreciable, alrededor del cuello, con medallitas y crucifijos pendidos.
En la conversación, mientras reproducía sin querer algunas escenas del libro del que se había escapado (aquellas en las que la imaginación se había recreado especialmente), supe que era empresario, nada que ver con el doctor Daniel Ortiz, que de emprendedor tenía poco; y que aunque probablemente no en Second life (vida virtual que aparece en el libro “Instrucciones para salvar el mundo” de Rosa Montero), pero sin duda sí en un chat, había conocido a su novia, razón por la que quería arrendar un piso: “para ver qué pasa”.
Daniel se conformó con efectuar algunas llamadas al avatar que despertó su interés y lo que sucedió después, no se cuenta, se lee.
En resumidas cuentas, aquello que imaginamos –ya sea siguiendo las pautas de un escritor o por voluntad propia-cualquier día, el menos pensando, puede tropezarse con nosotros, haciéndonos tomar noción de que lo que crea nuestra mente, puede que no esté tan lejos de la realidad que conocemos.
6 comentarios:
Existen miles de personas con la misma descripción... ¿estás segura de que el hombre no tenía una verruga en la frente, que el personaje no lucía? ;)
Un abrazo.
Hola Da...
A lo mejor cada uno de nosostros tenemos el perfil de un personaje de libro. Sí, seguro que algún escritor ha pensado en nosotros, sin saber que existíamos, para crear un personaje.
Un beso.
A veces la fantasia se revela y se materializa en nuestros vecinos :-)
Seguro que era empresario chiringuitero y en alguna parte llevaba oculto un radiocassette de los de antes... Pero ¿aún hay quien lleva botones desabrochados con cadenitas al cuello?
Un beso.
Original forma de recomendarnos que leamos un libro, ¡sí, señor!
Por cierto, esos amores en la red, no me los creo. Debe tratarse más bien de un fervor pasajero...
Un beso.
ZIMBAGÜE: No, no estoy segura, pero a simple vista, era él :)
Un beso.
SOFÍA SAAVEDRA: no me cabe la menor duda de ello. Todos somos personajitos en mentes inquietas.
Besos.
UNO: hay vecinos que no me gustaría tener, y éste, en concreto me da repelús... El clon, no el personaje.
Saludos.
CARLOSIDEAL: sí, montones de ellos y más al sector hostelero, este señor se dedica al sector cementero ;)
Un beso.
LA FRUFRÚ: pienso igual que tu en todas tus afirmaciones :)
Besos.
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