Flavia no podía dejar de llorar.Se la solía ver pasear por los alrededores del castillo sola y a menudo secándose las lágrimas con uno de sus pañuelos de seda blanco. La tristeza que sentía era tan inmensa que los ojos se le habían hundido en dos infinitos agujeros debajo de la frente, oscureciéndose el canela vivaz de su mirada. Nunca se dejaba acompañar en estos largos paseos por ninguna de sus doncellas, aunque temerosos sus padres de que la muchacha huyera a su destino en un acto de rebeldía –conociendo bien su disconformidad- o en un momento desesperado intentara atentar contra su existencia, la hacían seguir por uno de los siervos sin que ella lo supiera.Caminaba despacio, deteniéndose con frecuencia para oler el suave perfume de las flores del cerro al mismo tiempo que las empapaba de su pena aguosa, y entregaba su rostro al viento para que éste lo acariciara con la ternura que no hallaría en otras manos. Su mayor desdicha era la fortuna de haber nacido en buena cuna. Quince años bien vividos era el precio que pagaría por el resto de una vida que auguraba llena de desolación, ya que no era elegida sino impuesta.No podía responsabilizar a sus padres de su abatimiento, por haberle procurado un bienestar figurado, o a Enar –la tata que la crió- por haberle mostrado un mundo distinto a través de los cuentos que desde niña le explicaba para que se durmiera, sobre seres mágicos que habitan en el corazón de los bosques, ni tampoco por haberle enseñado a soñar; pero si las costumbres señoriales no fueran acérrimas y desproporcionadas, ella no se hallaría sumergida en tanto sufrimiento. Quizás las historias de Enar le habían abierto la mente hasta el extremo de saber distinguir entre lo que quería y lo que no quería, un pensamiento muy lejano para una joven de fino linaje de la que se esperaba obediencia y sumisión. Podrían disponer de su cuerpo, de su persona, pero nunca nadie jamás, podría disponer de los pocos sueños que aún le quedaban.La tarde caía cuando decidió volver a las frías estancias del castillo. A su encierro. Su prisión.Se sentaría cerca de una de las ventanas de su aposento para ver como el cielo oscurecía hasta teñirse por completo de la noche y después observaría la luna durante un rato antes de irse a dormir.
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