30 mayo 2010

Legados


En mi familia existe la tradición de poner los nombres de los abuelos a los nietos, siguiendo un ritual ancestral: al día siguiente del nacimiento de un recién llegado, se introduce en una bolsita de terciopelo (no importa del color que sea, solo la textura) los nombres de los abuelos, y la mano inocente, a veces pecadora , de la enfermera de turno (en tiempos de la Inquisición, la mano pertenecía a la partera y más tarde a la matrona), extrae un papelito con el nombre escrito que ocupará el primer lugar y que identificará al bebito.

Llevo los nombres de mis tres abuelas, y dos de ellas están casadas entre sí.
Sin entrar en detalles ni identificar a las partes, pues la historia familiar es uno de esos trapos que se prefieren lavar en casa en lugar de airearlas al sol para que se sequen rápido, al abuelo le gustaba ponerse ropa de mujer cuando se quedaba solo, y en una ocasión, la abuela, que sospechaba que tenía una amante por el extraño comportamiento que tenía en determinados momentos, le tendió una trampa, volviendo a casa de misa antes de lo habitual.

La abuela encontró a una mujer en su casa, pero no la que esperaba y mucho menos contorneándose desnuda, sino al abuelo bailando como una descosida sin freno. Al verle con aquella indumentaria se disgustó sobremanera y todos hemos pensado alguna vez que le ofendió mucho ver a su marido con ropa femenina que no era suya, como si ella no tuviera gusto en el buen vestir.

El abuelo no negó la evidencia liberándose al instante del peso que le tenía medio jorobado. Empezó a vivir la noche cantando y bailando cuan vedette del Moulin rouge, utilizando como nombre artístico “Cinta la explosiva”.

No me hubieran puesto su nombre (jamás de los jamases) si el abuelo en su lecho de muerte, no les hubiera pedido a mis padres como última voluntad, entrar en el sorteo y marcharse al otro mundo sabiéndose perdonado por ser la primera mancha en una familia muy limpia.

Accedieron a su última voluntad esperanzados de que el azar le dejara en tercer lugar y el nombre quedase en desuso, pero para horror de todos, el destino quiso que fuera la segunda “explosiva” en la dinastía de los Van Heley de Haut Pérez (no utilizo mi segundo apellido nunca, pero esta vez era necesario para no identificar a las partes).

El abuelo no murió, se hizo actriz de prestigio y ha ganado importantes premios por el realismo que le da a sus interpretaciones. No solo me ha legado su nombre, también su creatividad y una manera muy particular de afrontar la vida.

Cuando algo no nos gusta, hay que cambiarlo y no perecer en ello. Hay formas de vidas paralelas a la que tenemos, encontrarlas está en nuestras manos. No somos lo que pensamos, somos más de lo que vemos.

Cintia Aurora María Van Heley de Haut.
Historiadora.

23 mayo 2010

Arte plástico


Soy atípica por convicción.
No me gusta hacer las cosas que los demás hacen aunque al final acabe haciéndolas, lo que me lleva a pensar, que todos nos parecemos más entre si (por más que pretendamos ser distintos por lo de la identidad propia y la autenticidad), de lo que quisiéramos, ya que en nuestra evolución pasamos por procesos similares.

Allí me vi, con las rodillas rozando la puerta del retrete sentada sobre el inodoro, leyendo lo que otras niñas del colegio habían escrito o rayado sobre el trozo de madera verde que cerraba aquel diminuto habitáculo por el que tantos traseros habían pasado antes del mío, para dar privacidad al momento de las despedidas.

Me estaba enamorando del modo que se enamoran los niños, con esa clase de amor que deja de parecerlo cuando crecemos y nos damos cuenta que es más que “eso”, pero yo sentía cosas que se reflejaban en mi cara sonrosada y en mi voz dubitativa, cuando mi compañero de pupitre me miraba o dirigía sus sabias palabras hacia mí (y eso ocurría todo el rato, teniéndole al lado era inevitable).

Aquel niño que desprecié (como al resto) en el pasado (unos meses antes) por saberle hombre en el mañana (algunos son detestables y éste proyectito me lo iba a parecer porque apuntaba maneras… se le veía venir), me atrapó sin tener que hacer nada; sin juegos de seducción en los que tanto he participado años posteriores y que luego él practicaría con asiduidad, cuando se hizo gigoló para costearse los viajes que hacía a lo ancho y largo del mundo, como cooperante de ONGS que ofrecían ayuda humanitaria a los peores tratados por la vida (vida de mandatarios sin escrúpulos)

Su “yo” me gustaba tanto que sembró en mi una semillita (esa no, otra, que solo éramos críos), que fui alimentando hasta que floreció y florida me encontraba cuando saqué del estuche de la mochila un compás y con la punta escribí dentro de un recuadro que tracé (los corazones me parecen cursis), esas letras que harían más amena la evacuación (del tipo que fuera) a futuras generaciones:

TU Y YO
AMOR ETERNO

Las pintadas en las puertas de los aseos son deplorables, pero cuando la necesidad aprieta, el mundo no puede dejar de saber lo que gritar nos delataría: que amamos a alguien.

Las cosas del corazón (ese órgano tan feo, húmedo y vibrante) nos cambia, haciendo que nos comportemos de formas semejantes y sintamos parecido los unos a los otros.

En el amor y el desamor soy tan típica (mis convicciones no me sirven de mucho) como los demás, porque nuestros cuerpos están diseñados para actuar de la misma manera cuando identifican incidencias en el funcionamiento habitual.

Cintia Aurora Maria Van Heley de Haut
Diseñadora gráfica.

16 mayo 2010

Indignación


No señalaré a nadie con el dedo porque está muy feo, pero a uno de los tiernos de la foto (ambos compañeros de trabajo, deportistas y sin preocupaciones por la jubilación) se le pregunta por la imagen tomada y en actitud defensiva, con un deje entre ofensivo y despectivo en su voz, se luce como las grandes estrellas del firmamento:


-Ven a mi casa y verás lo mari…ón que soy.


Algunos continúan creyendo que la “hombría” se demuestra practicando la equitación con una fémina y que “hombre” no es el que elige a las personas sin fijarse o importarle la combinación de sus cromosomas, si no el que discrimina a sus semejantes por tener más pellejo susceptible a la fuerza de la gravedad que ellas.


Estos mismos son los que se ofenden cuando los pensamientos de los demás van encaminados a apropiarle una pluralidad que no quieren (la escena es extraída de una secuencia con intención, mostrando la sensibilidad nada presumible, de los de las pelotas). Esa clase de pluralidades no gustan, porque en mentes arcaicas las comidas no se mezclan, o tomas carne, o te inclinas por el pescado, pero sin combinaciones “raras”, no vaya a ser que a uno le tomen por glotón.

09 mayo 2010

Señales


El primer año de facultad decidimos una amiga y la conocida de una conocida que conocía una conocida nuestra, alquilar un piso y vivir como los de “Sensación de Vivir”, en pecado perpetuo. De haberse tratado de extrañas, la idea de compartir piso (yo que soy tan independiente) a cinco kilómetros de casa, no me hubiera resultado tan seductora, pero como todo quedaba entre conocidas me entusiasmé en dos segundos y medio, el tiempo que tardé en oír la propuesta.

Dejé que ellas eligieran el piso sin mi participación para apurar mis vacaciones en La Toscana. Acostumbro a ir todos los veranos al mismo lugar, pero me produce más tedio la rutina diaria que no hacer nada frente a una piscina tumbada en una hamaca con un zumo con mucho hielo.

Encontraron un ático nuevo, con muebles sobrios y funcionales muy afines a mis preferencias decorativas, que con unas cuantas velas aromáticas de colores aquí y allá, lo convertirían en nuestro hogar hasta que nos cansáramos de él y tuviéramos que mudarnos a otro sitio.

Tuvieron muy buen gusto con la elección, pese a que me llevé un tremendo chasco con los baños, no tenían jacuzzi ¡ninguno de los tres!, ni siquiera una ducha de hidromasaje tan gratificante para la circulación. Por suerte, los fines de semana tenía pensado pasarlos en casa, disponiendo de dos días, a lo sumo tres si me saltaba las clases de los viernes (ya se sabe que los viernes en ninguna parte se hace nada), para resarcirme de las carencias de la “madurez”.

Nos sentamos en los sillones de estructura metálica negra con cojines blancos, para establecer las normas básicas de convivencia:

-Respetar la ropa, accesorios y en definitiva, lo enseres de las demás y no cogerlos prestados salvo expresa autorización de la propietaria.

-Fijamos horarios para el uso del baño grande, acordando no exceder las dos horas de baño con burbujas y sales minerales. Transcurrido ese tiempo, quien infligiera el tiempo permitido, no tendría derecho durante cuatro días a más de una hora.

-La elección de la programación de televisión quedó determinada en una vez por semana. El resto de los días ésta se sometería a votación, ganando la mayoría.

Hubo un punto en el que no estuve de acuerdo en absoluto, el reparto de las tareas domésticas y la preparación de las comidas. Daba por sentado que contrataríamos a una profesional de tales labores para que se encargara de ello, pero las muy insensatas, pretendían quedarse con parte del dinero que nuestros padres nos darían para pagar el alquiler y la manutención, en fiestas, salidas y regalitos para sus chicos… No iba a irme de casa, donde siempre alguien se había ocupado de esas vicisitudes para ponerme a faenar como si realmente fuera necesario. Para toreros, los apretados con coletilla. Yo la vaca que pasta ancha.

Comprendí casi al instante (no soy tan rápida, demasiado empleo de energía para acabar en el mismo sitio), que nuestras diferencias inconciliables respecto a dicho tema pulcro, era una “señal del destino” y que aún no había llegado el momento de compartir piso con otras personas, por muy amigas mías que fueran.

Desde entonces, cuando no estoy completamente segura de querer hacer algo, opto por no llevarlo a cabo. Hay quienes prefieren arriesgar y perder en un acto de valentía, yo no pierdo ni aún quedando la última en una carrera de obstáculos porque el camino lo habré hecho paseando.



Cintia Aurora María Van Heley de Haut.
Especialista en escala de valores.

02 mayo 2010

El elegido


Me casé a los veintitrés años después de terminar Bellas Artes, con un vestido largo y pomposo azul cielo (el blanco lo dejo para las de las apariencias), cumpliendo así mi mayor deseo desde niña, divorciarme de mi marido.

Tarde más tiempo en hacerlo del previsto, dos meses (le concedí esa pequeña ventaja a mi ex) y como no habían motivos para disolver nuestra unión, me los inventé, alegando incompatibilidad de caracteres; inmadurez en el momento de contraer matrimonio y desamor… El amor ni siquiera había llegado, por lo menos por mi parte, él parecía a veces enamorado, pero creo que en realidad estaba deslumbrado por mi persona (ocurre con frecuencia que la gente se ciegue cuando me ve), y confundió lo que sentía, de lo que me valí para prosperar en mis intenciones casamenteras.

No me acuerdo cuando conocí a mi ex (rescoldo que me quedó de mi sueño realizado), probablemente fue en una fiesta (no me perdía una, daban de comer y beber gratis y era fácil comprometer a un chico, porque muchos, la mayoría de las veces, al día siguiente no se acordaba de lo que había hecho la noche anterior), o en la enseñanza secundaria, en algún pasillo o en el patio.


Sea como fuere, empezamos a frecuentarnos al finalizar las clases, o a veces incluso cometíamos la insensatez de escaparnos el tiempo que duraban las asignaturas más aburridas y con menos repercusión para nuestro futuro, por más que los profesores coincidieran en que “todo conocimiento es fundamental, bien canalizado” (a saber…). Lo que sí recuerdo bien es que un día, se me pasó fugazmente por la mente la idea de que mi ex era el chico adecuado para casarme y luego divorciarme de él, mientras me comía una hamburguesa en un Burger.

Estaba tan ensimismado conmigo que estaría dispuesto a llevarme al altar (en nuestro caso fue ante la mesa del Teniente de alcalde ya que el alcalde estaba de pre-campaña electoral y en su agenda, entre mítines, almuerzos, comidas, meriendas y cenas, no había hueco para unir nuestras vidas burocráticamente), desbaratando la creencia de que a los chicos les asusta el compromiso y huyen de él como de una mofeta. Eso ocurre cuando no han encontrado la persona apropiada, como lo era yo.

El hecho es que me casé y me divorcié en sesenta días (el proceso duró mucho más, pero dejamos de vivir juntos en la casa que nos compramos, pues lo único que quedaba de nuestro enlace, eran viejas fotos y los momentos que pasamos juntos, los buenos, los malos, si los hubieron, mejor no recordarlos, que hacen daño y una no estar por la labor de auto herirse), sin que él acabe de entender con propiedad que ocurrió y me lo siga preguntando después de veintidós años, las veces que quedamos para comer (conviene llevarse bien con el ex, por el bien de los hijos, nosotros no los tuvimos dentro del matrimonio, pero en caso de que hubiéramos sido padres, nuestros hijos se merecerían que nuestra relación fuera buena para no traumarse y como consecuencia de ello, su vida caer en un caos terrible). La última vez que nos reunimos me sorprendió la observación que hizo:
-Nunca me quisiste.
Si me caracterizo por algo, es por no mentir, pese a quien pese.
-Pues mira, ahora que lo dices, no, no te quise, pero deberías sentirte feliz por haber sido “el elegido”. Había varios candidatos, pero solo tú podías ostentar el título de “ex”. Créeme, eso es más de lo que podré ofrecer jamás a nadie… Hijos a parte.

Desde mi experiencia sé que hay que perseguir los sueños hasta atraparlos, y que los daños colaterales ocasionados a terceros, no son responsabilidad nuestra, sino de quienes no saben ver más allá y no ponen límites a su vuelo.


Cintia Aurora Maria Van Heley de Haut.
Realizadora de sueños.