08 septiembre 2007

Fue sin querer...

Hasta hace unos pocos años, cuando alguien mencionaba a los "muerciélagos", no pensaba en los que habitan en nuestras tierras, sino en los de Transilvania... No es que tenga la certeza de que allí abunden más, pero los de mi generación crecimos con historietas ficticias sobre seres siniestros con los que era mejor no tropezarse en noches nubladas, y todos aquellos relatos transcurrían en la provincia rumana.
Lo que ayer me ocurrió me recuerda una emblemática canción de Serrat (al menos lo es para mí, aunque en éste momento me reserve las razones), que dice así:


Fue sin querer. Es caprichoso el azar.
No te busqué ni me viniste a buscar.
Tu estabas donde no tenias que estar;
y yo pasé, pasé sin querer pasar.
Y me viste y te vi...


Después de cenar, salí a la terraza y me senté en las escaleras (sitio estratégico alcanzado por el aire, en un día demasiado caluroso para alguien que siempre vivió en regadío). Los murciélagos, a los que ya me he acostumbrado a ver todas las noches, volaban como de costumbre a velocidades vertiginosas, tan osados ellos, que con su vuelo casi me rozaban. Cada aproximación era un desafío: "o dejas de invadir nuestro espacio o te haremos creer que vamos a chocarnos contra ti y saldrás corriendo". No les hice caso durante un buen rato. Al fin y al cabo nadie puede prohibirme que me siente dónde quiera en mi casa, y mucho menos orejudos voladores, pero realmente pensé que no sólo se trataba de una amenaza, cuando vi el peligro acercarse a gran velocidad... En un autoreflejo, supongo, crucé los brazos sobre mi cabeza, cubriéndome bien la cara y a los pocos segundos, noté el impacto. Algo humedo o quizás frío, no sabría definirlo, me golpeó la muñeca y a continuación cayó al suelo. Allí fue dónde encontré al desvalido animalito cuando me atreví a mirar de nuevo.Lo primero que pensé es que había cometido un murcielagocidio por la torpeza de aquel serecillo que no se movía, debido a que había calculado mal la distancia a la que se podía acercar a mí, pero después, tras varios minutos observándole sin saber exactamente que podía hacer por él (en caso de que pudiera hacer algo), mis ojos no me engañaron cuando lo vieron moverse un poquito. ¡Bien, está vivo! Había caído con una de sus alas (de una textura realmente nausebunda, con todas esas ramificines tan frágiles separadoras de una membrana que al tacto es como el tercierpelo) desplegada y panza arriba. Tenía que socorrorle, no en balde, el peludín aquel estaba medio esparramado en el suelo, porque yo estaba dónde no debía de haber estado jamás... Me atreví a tocarle ligeramente, con cuidado y despacio para no asustarle. En realidad lo que temía era que cuando se recuperase, esa misma noche volviera a casa, entrara por la ventana y convertido en vampiro me mordiese con alevosía y premeditación, lo que sin duda iba a suponerme un gasto extra en dentista... Los colmillos me parecen antiestéticos y limarlos hubiera sido lo más sensato.
Volvió a moverse con sus dos grandes orejas apuntando hacia el sur. El murcielaguito estaba recobrando la consciencia. No parecía herido, sólo conmocionado. Acaricié su diminuta carita, fría y suavecita... En medio de su grisacia cara, una boquita redonda se abrió, fue como un bostezo. Lo cogí entre mis manos y lo puse en un sitio más seguro sobre una cama improvisada de papel higiénico, con la inteción de que estuviera más cómodo. No sé si todos los quiropteros son tan feos, o éste lo era especialmente, pero después de mirarlo detenidamente, me inspiró ternura y pude ver en él una belleza distinta. Me miró con sus dos pequeñitos ojos negro antes de iniciar el vuelo.
Fue una de esas miradas que nunca se olvidan porque recordarlas supone una historia que contar en el futuro. En ese instante, supe que entre ambos había surgido una complicidad que se mantedría viva a través de los años y que para ninguno de los dos, lo sucedido se perdería en la memoría (al menos en la mía, dudo que él posea algo similar).
Si lo vuelvo a ver, nunca sabré si es él u otro que se le parece mucho - seamos sinceros, todos los muerciélagos me parecen iguales, y cuando vuelan lo único que se aprecia en el cielo son paraguas abiertos en noches oscuras- pero a partir de este momento, en cada bichejo peludo que vea, veré su mirada, esa con la que se despidió para perderse y volver a ser uno más en mi vida.

01 septiembre 2007

La antara

A veces es difícil encontrar historias que contar, pero esta vez, la historia me encontró a mí para ser explicada… Y así lo haré.

Aquella melodía, siempre la misma, procedía de algún lugar no muy lejano. Desde hacía un tiempo atrás se oía todas las noches, sin que nadie pudiera precisar, en qué momento sonara por primera vez.
Cuando la luna se asomaba en lo alto, la serena y dulce musiquita aparecía en los oídos de los aldeanos. Algunos de ellos salían de sus casas para escucharla mejor, y otros, esperaban que empezara a sonar para dormirse con aquella cautivadora melodía.

Asier salió una noche a caminar. Tomó el sendero que lo alejaba de la aldea hasta el bosque y dejándose llevar por aquella agradable música, se detuvo en un claro, donde a menudo acababa al atardecer, leyendo algunos de sus libros.
Desde allí, la melodía sonaba más próxima, como si estuviera muy cerca de él. El muchacho siguió la intensidad de las, ya muy conocidas notas, y se sorprendió al percatarse que aquello parecía surgir de la tierra. Era una idea absurda, pero aún así, alumbrándose del satélite blanco, golpeó con una piedra el suelo, hasta conseguir una hendidura.
Cuanto más excavaba, la música más clara sonaba, lo que hacía que golpeara con más ahínco aún. Después de un rato, extraía la tierra del agujero con las manos, cuando topó con algo que al tacto era suave y vibraba levemente. Se apresuró a sacar el trozo de tela, y una vez lo tuvo en sus manos, desenvolvió lo que había dentro. Nunca había visto aquel instrumento hecho con varias cañas de longitudes distintas y unidas entre si por unas cuerdas finísimas, pero en la escuela le habían hablado de él, aunque tardó unos segundos en recordar su nombre.

La tela también contenía un montoncito de papeles agrietados y doblados por varias mitades, en los que a contra luz se adivinaban letras. Resolvió llevarse el hallazgo a casa para mirarlo con mayor detenimiento.
Sólo de regreso a la aldea, se dio cuenta de que la música había dejado de ser oída, el silencio ocupaba su lugar.

En su habitación sostuvo la antara entres sus dedos. No se le ocurría cómo podía y haber llegado hasta allí, ni cómo podía emitir aquella melodía sin que nadie la tocase, pero las explicaciones a sus preguntas, tal vez las encontrara en los papeles que trajo consigo. Al principio los leyó con curiosidad, luego con creciente interés por conocer las historias manuscritas.
La antara, no sólo había pasado por diversas manos desde hacía mucho tiempo, sino también a través de distintos lugares.
Quien la hiciera sonar, grabaría en el instrumento de caña su propio sentimiento y éste se transformaría en la melodía que sonaría, una vez la antara fuera cubierta de nuevo por la tela oscura.

Asier no era demasiado ducho tocando instrumentos, pero estaba dispuesto a intentarlo esta vez, para que otros como él, tuvieran la fortuna de formar parte de algo que devolvía al presente el pasado.
Empezó a escribir su propia historia, y una vez la releyó varias veces, pensó en el lugar dónde permanecería oculta hasta que alguien la encontrara, determinando que sería cerca del mar.

Con la excusa de visitar a unos familiares suyos, salió de la aldea una mañana muy temprano con una mochila a sus espaldas y varios días de camino por delante. Al llegar al mar, eligió la noche para entonar las notas que fuera capaz de sacarle a la antara, y bajo la luz de la luna, como la vez en que descubrió el trozo de tela, sopló por los orificios, y casi sin quererlo, la melodía surgió sola…

Siempre he pensado que sólo se trataba de una leyenda que mi abuelo me explicaba de pequeña, sobre el suyo, pero ha llegado el momento de que la antara regrese a la tierra que he elegido, y así sean otras personas quienes me tomen el relevo.